“El miedo a la libertad”


 “El miedo a la libertad”

El liberalismo frente a la dependencia estatal: una defensa sin concesiones de la autonomía individual

La libertad, ese ideal tan preciado y al mismo tiempo tan temido, se presenta ante la persona como un pasillo oscuro: una invitación a avanzar sin muletas, sin la comodidad de una tutela permanente. Muchas veces, quienes enfrentan la posibilidad de vivir en libertad se detienen ante ese umbral, prefiriendo la seguridad aparente de la dependencia estatal a la incertidumbre y el vértigo de decidir por sí mismas.

En el núcleo del miedo a la libertad yace una paradoja: mientras más posibilidades se abren ante la persona autónoma, mayor puede ser la angustia frente a la responsabilidad de elegir. La libertad, en su forma más pura, exige asumir la incierta tarea de trazar el propio camino, incluso a riesgo de equivocarse, y esto implica renunciar a la protección artificial de la tutela estatal. Esta renuncia no es sencilla; requiere coraje y una profunda confianza en la propia capacidad de aprender, adaptarse y superar desafíos.

La cultura de la autonomía individual no solo promueve el desarrollo económico, sino también el florecimiento personal y social. Una sociedad compuesta por personas libres y responsables genera lazos de cooperación y solidaridad auténtica, fruto de la iniciativa y la empatía, no de la imposición. Cuando la creatividad se libera del control externo, la diversidad de proyectos, ideas y estilos de vida enriquece el tejido social.

Para comprender el valor de la autonomía individual, es útil observar cómo surge la creatividad y la resiliencia en contextos donde las personas se enfrentan a la incertidumbre y asumen el desafío de tomar sus propias decisiones. La libertad, lejos de ser una simple consigna, se manifiesta como la posibilidad real de diseñar una existencia propia, donde el error y el acierto forman parte de un proceso genuino de descubrimiento personal. Renunciar a la tutela estatal equivale a abrazar la complejidad del mundo con todas sus oportunidades y riesgos, y a entender que el aprendizaje y la adaptación sólo son posibles cuando se actúa con responsabilidad.

La falacia de la dependencia estatal: argumentos y consecuencias

La creencia en la capacidad del Estado como garante de bienestar y progreso suele sustentarse en mitos que, al ser aceptados sin cuestionamiento, limitan tanto la iniciativa individual como el desarrollo colectivo.

Estas ideas erróneas se resumen en frases que escuchamos a menudo, como: “Si el Estado no se ocupa, entonces ¿quién?”, o el repetido argumento de que “las empresas extranjeras, luego de ganar dinero, se lo llevan a su país”. Ambas afirmaciones, aunque populares, distorsionan gravemente la realidad y contribuyen a perpetuar la dependencia y el recelo frente a la apertura y la autonomía.

La primera frase, “Si el Estado no se ocupa, entonces ¿quién?”, refleja una visión empobrecida de la capacidad social y una desconfianza injustificada hacia la iniciativa privada. Supone que fuera de la estructura estatal no existe la posibilidad de crear, organizar o resolver los problemas comunes. Sin embargo, la historia y la experiencia contemporánea contradicen esta creencia. Existen innumerables ejemplos de comunidades que, a través de la innovación empresarial, han encontrado soluciones efectivas y sostenibles a problemáticas donde el Estado es insuficiente o ineficaz. Basta pensar en la forma en que la competencia empresarial eleva la calidad y la diversidad de productos y servicios disponibles incluso en los contextos más adversos. Mientras que el Estado sólo logra asfixiar la iniciativa privada.

La segunda idea, “Las empresas extranjeras, luego de ganar dinero se lo llevan a su país”, simplifica el complejo entramado de la economía global y pasa por alto los efectos positivos y directos que la inversión internacional tiene sobre las sociedades receptoras. Si bien es cierto que las empresas buscan legítimamente obtener beneficios, ignorar el valor que generan en los países donde invierten es un error elemental. No solo traen capital y tecnología, sino también empleos formales, capacitación, redes de proveedores locales, innovación y, especialmente, una transferencia de conocimientos y estándares que eleva la competitividad de toda la economía. Además, una parte considerable de las utilidades generadas se reinvierte localmente, ya sea en expansión, investigación, desarrollo o mejoramiento de condiciones laborales.

La consecuencia inmediata de esta mentalidad es la resignación: personas que ven reducida su capacidad de actuar, emprender o innovar por la expectativa de que toda mejora debe provenir del Estado. Este paradigma genera burocracia, frena la iniciativa privada, restringe la competencia entre privados y atenta directamente contra la libertad individual de las personas, condiciones necesarias para el buen funcionamiento económico. En contraste, las sociedades que han apostado por la apertura y el respeto a la libertad individual han visto florecer la innovación, la creación de empleo y el crecimiento sostenido.

Regulación y control: los grilletes del progreso

La presencia del Estado en la vida social, a través de regulaciones, controles y políticas públicas, es un obstáculo insalvable para el desarrollo. Basta observar cómo la regulación de los alquileres, lejos de proteger a quienes buscan una vivienda, reduce la oferta, distorsiona los precios y agrava el problema. De igual modo, cuando el Estado decide qué se estudia en las escuelas, impone un único punto de vista, limita el pensamiento crítico y priva a las nuevas generaciones de la diversidad de ideas fundamental para una sociedad libre.

Los impuestos elevados para las empresas y bajos para los ciudadanos con menos ingresos son otro ejemplo de cómo la intervención estatal desincentiva la inversión y ahuyenta el capital. Son miles los casos de empresas que deciden no invertir en países donde las cargas fiscales y la burocracia vuelven inviable cualquier proyecto. En verdad, los impuestos deberían ser mínimos para todas las personas.

Incluso en áreas donde suele justificarse la intervención estatal, como salud o educación, la experiencia demuestra que la gestión privada ofrece mejores resultados: eficiencia, innovación, variedad y respeto por las preferencias de cada persona. La competencia y la libertad de elección, son las bases del verdadero progreso.

La trampa del asistencialismo

El asistencialismo estatal, disfrazado de solidaridad, perpetúa la dependencia y debilita el tejido social. Cada subsidio, cada ayuda condicionada, cada programa que reemplaza el esfuerzo y la autonomía, erosiona la confianza en las propias capacidades y hace crecer una cultura de inmovilidad y conformismo. Lejos de ser un acto de justicia, la dependencia estatal es la mayor injusticia, porque niega a la persona la posibilidad de crecer, equivocarse y prosperar por cuenta propia.

Nadie debería aspirar a depender de un Estado, sea cual sea su tamaño o alcance. La verdadera justicia social se logra cuando cada quién puede desplegar su potencial y construir su futuro a partir de su esfuerzo, en un entorno donde las reglas son claras, iguales para todas las personas, y la intervención estatal es inexistente o, en última instancia, marginal.

Conclusión

El miedo a la libertad es, en esencia, el miedo a asumir la vida con todas sus incertidumbres. Pero solo en la libertad florecen la creatividad, la riqueza y la plenitud humana. Habrá quienes sigan preguntando “¿quién, si no el Estado?”, sin comprender que la respuesta está en las manos de cada individuo libre. Depender del Estado es renunciar a la posibilidad de ser protagonistas de nuestro propio destino. Apostar por el liberalismo, por la iniciativa privada y por un entorno sin tutelas ni intervenciones, es la única vía hacia una sociedad verdaderamente justa, dinámica y próspera.

 MATEO BASILIO


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